Publicado por Diego Rasskin Gutman
Arrieros somos y en el camino nos encontraremos, la cuestión es saber en qué camino y cuándo. Entonces estaríamos preparados para ese encuentro casual (o no tanto) en el que dos arrieros vuelven a juntarse y el universo se ilumina. Da igual qué clase de arrieros, pueden ser dos que juegan al ajedrez o dos que sean filósofos o dos amigas que lo siguen siendo desde sus tiempos de la facultad, o dos… tanto da, volveremos a encontrarnos. Esta simple idea esconde el vértigo de los tiempos y hace que debamos reconocer en las actitudes y en las debilidades de los demás, de las nuestras, la posibilidad de que todo, absolutamente todo, por más inútil que parezca, forme parte esencial del devenir natural de nuestra existencia. Y, por eso, todo, absolutamente todo, es importante. En mi caso me pasa con el ajedrez.
Cuanto más juego más me asalta la certeza de estar perdiendo el tiempo. Yo ya lo sabía; había estado allí, en ese punto de hartazgo y de desesperación, muchas, muchas veces. Y no estoy solo. Hace ahora cien años, en una carta fechada el 3 de mayo de 1919, estando en Argentina, Marcel Duchamp escribe a unas amigas las siguientes líneas:
Hace mucho tiempo que quería escribirles, pero no encontraba el momento: a tal punto el ajedrez absorbe mi atención. Juego noche y día y nada me interesa más en el mundo que encontrar la movida justa. Perdonen entonces a este pobre idiota maniático. Yo sé que ustedes son buenas y me perdonarán…
Si le pasó a Duchamp y a tantos otros, ¿por qué, entonces, me he preguntado otras tantas veces, no habría de pasarme a mí?
La partida de ajedrez no es una partida, es un acto de desesperación. Es la afirmación consecuente de que todo es efímero, de que el tiempo pasa, de que todo se acaba y nada importa. ¿Cómo si no puede uno jugar y jugar y jugar y no parar y desentenderse del mundo, de la vida, de los seres queridos, de las lunas y los versos, de la belleza del día, del viento en el rostro y las nubes arreboladas?
La culpa la tiene internet. He visto grandes maestros jugar hasta la extenuación durante horas seguidas partidas absurdas a ritmo de un minuto por jugador (sí, por jugador, no por jugada, lo cual significa que la partida termina, como mucho, en dos minutos). El gran maestro Hikaru Nakamura es uno de los jugadores más brillantes del momento, ha estado instalado en la élite mundial desde hace varios años ya y uno creería que como profesional que es nunca se sometería a semejante despropósito. Pero no, a Naka, como se le conoce en el mundillo, se le puede seguir jugando cientos de partidas relámpago (que así se las conocen, o bullet, bala en inglés) en portales como lichess.org. Recuerdo su comentario entre hastiado y, quizás, sorprendido de sí mismo, en la ventana del chat después de pasarse toda la noche jugando: what a waste of life! (¡qué manera de desperdiciar la vida!). ¡Sin duda! La calidad de estas partidas suele ser infame, especialmente en los finales donde se trata de ir moviendo piezas rápidamente en un juego ridículo de gato y ratón y en donde lo único que importa es intentar hacer perder el tiempo al rival hasta que se caiga la bandera.
Yo me he encontrado en esa situación no cientos, sino miles de veces. Comienza una partida trepidante, sacrificios por aquí, errores por allá, carreras, empujar, empujar, hasta que todo ha terminado. Y otra vez, vuelta a empezar. Y de nuevo. ¿Otra partida? ¡Claro! Vamos, esta va a ser la última. Pero no, siempre se vuelve a empezar. Y es ahí en esa circularidad de despropósitos, en la naturalidad de que todo tiene un comienzo, un final y una sustancia cíclica de la que no podemos escapar donde lo que puede llegar a entenderse (a sentirse) como un desperdicio de la vida, se convierte en lo más íntimo, necesario y perteneciente a la naturaleza humana. El mito de Sísifo, arrastrando, empujando la piedra hasta llegar a la cima del monte para nada, para que caiga con rotundidad absurda y vuelva a su lugar de partida y, otra vez, a empujar. Es el mito que nos retrata con más fidelidad, con más cariño y pena, porque nos pone en nuestro lugar dentro de la inmensidad del cosmos. A veces lo disfrazamos de manera que no nos toque muy de cerca, pero es inevitable: por la noche la vigilia de Descartes da paso al sueño y, sin quererlo, comienza la mañana. ¡Qué destino desgraciado! O no, o quizás sea ese anhelo de repetición, de perfeccionamiento, de querer volver a intentarlo para hacerlo mejor, más dichoso, más alegre, más humano, más real, algo inseparable de nuestro ser, de nuestra realidad. Pero no solo humana, la realidad entera tiene esa circularidad de la que no podremos escapar jamás.
Creo firmemente, y esto no es una afirmación casual, gratuita pero sí, ciertamente esperanzada, que todo volverá a fluir y lo hará de la misma manera, con el mismo deje, el mismo demeanor, la misma luminosidad, el mismo eco y el mismo fervor con que elegimos que lo haga, todo, absolutamente todo, en la realidad de nuestra existencia, a lo largo y ancho de nuestras vidas.
Y lo creo porque no puede ser de otro modo. Porque la existencia misma, el ser, y también el no ser, se materializa como consecuencia de una serie de eventos probabilísticos que se han ido sucediendo desde los mismos inicios del universo. Y si el universo se generó hace once billones de años, nada impide que se destruya en otros tantos billones de años y vuelva a generarse y vuelva a destruirse y así ad infinitum y, en una de esas manifestaciones de la materia, yo volveré a escribir esto que estoy escribiendo y vosotros volveréis a leerlo.
Y así, aquella partida imposible con sus jugadas imposibles, sus agonías, sus anhelos, sus expresiones emocionales, sus secuencias lógicas de ideas, esa y no otra, se volverá a jugar, a pesar de las 10 elevado a 120 posiciones posibles sobre el tablero. ¿Pero qué son 10 elevado a 120 posiciones en un horizonte de billones, trillones de billones, 10 elevado a miles de trillones de billones de años terrestres? Nada. Un pedo de mosca. Una molécula de sílice en un desierto de dimensiones impensables.
¿Entonces? Entonces hay que ser optimistas, porque tenemos infinitas posibilidades de equivocarnos, una y otra vez; es más, esto que escribo ya ha sido escrito, trillones de veces, con una coma de menos o una coma de más, con la evocadora metáfora del pedo de mosca y sin ella. Y en una de esas versiones, tú, quien me lee, te has reído de todo lo que he escrito y en otra te has burlado, y aún en otra, te ha llegado a lo más íntimo de tu ser y te ha hecho sentir ese vértigo que yo he sentido al darme cuenta de todo esto y que es el mismo vértigo que sintió Nietzschecuando vislumbró el eterno retorno y que es la misma entereza que reafirma al brahmán en su esperanza de hacerse cada vez más y más perfecto en su vuelta circular a la realidad.
Cuando Zaratustra se desmayó durante siete días lo hizo porque encontrarse parte de esta certeza temporal es algo cercano a la locura; a mí también me pasa, pero yo no me desmayo tanto tiempo, solo ante la inevitable bajada de presión arterial que me produce saber que estoy ganando una partida de ajedrez después de pasar por una montaña rusa de tensiones emocionales. Tan acostumbrados estamos a ver pasar el tiempo segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora… Una linealidad inconsecuente que nos aboca a la fatalidad, de la muerte, de la nada, si somos ateos, o a la esperanza de una vida eterna, con suerte en el sitio bueno y no en el malo. Lo reitero, somos arrieros y tengo la certeza de que volveremos a sentarnos en la misma mesa, beber los mismos licores, reírnos de los mismos sinsabores, jugar los mismos juegos, sentir los mismos besos y fundirnos en el mismo abrazo. Hay que creer a Albert Camus: ¡Sísifo fue, es y será eternamente feliz! ¿Jugamos otra?
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