entre la gente libre de la poesía, en el ardor del baile,
ten cuidado, oh Sabbacus, porque, en realidad,
apenas admito un ceño fruncido, un susurro.
Cuantos kilómetros de melancolía haya caminado
queden en el olvido, pero si ahora yo te impongo
un kilómetro de alegría, admítela con los otros
y sonríe conmigo, hasta que el anochecer ilumine las nubes.
¡Qué sencillo es estar en la silla dorada
y gritar desde arriba a un mundo amagos y rezos!
¡Qué difícil salir un solo día al sol
y considerar a uno de los pobres hijos de la sombra!
Mira, también yo soy sacerdote. Con flores de mayo
me coso un cinto alrededor de la sotana.
Cada bosquecillo está decorado para devotas congregaciones
y el arroyo brilla como el Jordán azul.
Predicador, si una hoja ofreces
del árbol de la paz, cuyo recado llevó la paloma,
déjanos depositarla en el ara de la primavera
y sacrificar, cantando y devotamente conmocionados.
Mira, los páramos de muchas vidas reposan muertos
y los frescos surtidores de la tierra están deslumbrados;
levanta, entonces, tu bastón, profeta, y déjalos correr
como la jarra de aceite de la viuda en Sarepta.
Dos multitudes distintas roen los senderos del mundo.
Una avanza como empujada por un redoble tétrico;
ven, vayamos a recibirla con coronas y copas,
ojos ardientes y bromas insaciables.
La otra, ejército de almas humedecidas en grasa y vino;
toma la rama espinosa y condúcela
a pasar hambre y trabajar; para ellos
no hay sitio en el paraíso.
Todos lloramos y todos nos vanagloriamos.
Todos somos graciosos y hombres serios.
Fingimos placer cuando nos toca comer pena,
y nos levantamos por mucho que el corazón nos tiemble.
Se ve gente arrogante conduciendo un magnífico coche fúnebre;
otros, en cambio, van cabizbajos en su humilde carro,
lamentablemente desnudos hasta la médula, hacia el Señor.
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