La última vez que Pedro Casaldáliga, el obispo del pueblo según sus numerosos partidarios y el obispo rojo para sus enemigos acérrimos, apareció ante una multitud pocos contaban con verlo. Era julio de 2016 y no estaba claro que esta vez el religioso claretiano, de 88 años fuese a participar en la Romería de los Mártires, un acontecimiento quinquenal que él había creado en 1986, cuando era obispo de esta región selvática del Mato Grosso brasileño. La Romería se celebra a 268 kilómetros de São Felix de Araguaia, el municipio donde él vive, y no se sabía si aguantaría las incomodidades de tanto viaje. Pero había aceptado a regañadientes venir en avioneta, y no en autobús, como hasta entonces acostumbraba a viajar por el país (para ir, según sus palabras, “a la altura del pueblo”), así que ahí estaba este catalán, discretamente dispuesto a ver la ceremonia de inauguración. Bañado en aplausos y flashes de móviles, el residente español más célebre de Brasil no dijo ni palabra. En parte, cabe imaginar, porque no había venido a dar una homilía; en parte por los estragos que ha ido causando en sus capacidades motoras lo que el llama “el hermano Parkinson”. Viéndolo, frágil, callado, postrado a su silla de ruedas, cualquier cosa que hubiera dicho hubiera sonado a despedida.
Desde entonces, el mundo ha sabido poco de él, como él del mundo. “La política local, la estatal, o la nacional, ya no las sigue mucho”, admite por teléfono el padre Ivo, uno de los cuatro agustinianos que se organizan para atender las 24 horas del día al obispo emérito en su casa de São Felix do Araguaia. Le mantienen en forma con la rutina: cuidados físicos por la mañana y lectura de correos -electrónicos o tradicionales- por las tardes. “No contesta todos los mensajes, porque ya le cuesta mucho trabajo hablar, pero la gente ya se los manda, llenos de cariño, sin esperar una respuesta. Son casi como un obsequio”, añade Ivo.
Así, medio custodiado y medio mitificado, cumple años esta semana uno de los nombres españoles más admirados del mundo católico. En su casa de siempre en São Felix do Araguaia, un municipio de poco más de 10.500 habitantes al que solo se llega tras 16 horas de carretera de tierra desde el aeropuerto más cercano, el de Cuiabá, capital del Estado de Mato Grosso. Aquí se encuentra a este sacerdote de Montjuïc desde que llegó a Brasil como misionero en 1968, huyendo de una España congelada por el franquismo. En 1971 fue nombrado primer obispo de la diócesis y él convirtió su casa, pequeña, rural y pobre, en la sede.
"No poseer, no llevar, no pedir, no callar y, de paso, no matar"
Fue en estas cuatro paredes donde Casaldáliga empezó a dar muestras de su espectacular adhesión a las enseñanzas del Evangelio, sobre todo la de identificarse con los más desfavorecidos. Y en este lado del Brasil selvático, los más desfavorecidos son cientos de miles de campesinos sin tierra, pobres, analfabetos y oprimidos por caciques y políticos. Así que él daba misa para los vecinos en el huerto de su casa, entre las gallinas, y por las noches, dejaba su puerta principal abierta por si alguien sin hogar necesitaba usar el catre que siempre estaba disponible. Iba en vaqueros y sandalias y tenía dos mudas de cada prenda. Cuando tenía que reunirse con el Episcopado en Brasilia, iba en autobús, en un viaje de tres días, porque era el medio de transporte de su gente. Su lema era innegociable: “No poseer nada, no llevar nada, no pedir nada, no callar nada y, de paso, no matar nada”.
Años después recordaría cómo al principio, en su diócesis “faltaba todo: en sanidad, educación, administración y justicia; faltaba, sobre todo, en el pueblo la conciencia de los propios derechos y el coraje y la posibilidad de reclamar”. Decidió que ese era el camino a seguir. Construyó escuelas, dispensarios y se puso de lado de los campesinos sin tierra. Fue acusado repetidas veces de interesarse demasiado por los problemas “materiales” de los pobres. Él contestaba que no concebía “la dicotomía entre evangelización y promoción humana”.
Estas ideas progresistas le ganaron un seguimiento de culto en las calles y un odio incontenible en varias instituciones. Se posicionó a favor de los indígenas del Amazonas, que para los interesados en enriquecerse eran los más fáciles de echar de cada territorio: se alió con los xavantes de Marãiwatsédé, los tapirapés y los carajás, y esto le enfrentó a los latifundistas y a las multinacionales y la dictadura militar. Vio cómo sicarios mataban a sus compañeros -la conclusión habitual a los conflictos en esta zona-, y él mismo tuvo que vivir escondido un mes de 2012 por amenazas de muerte. Rechazó tener escolta: “La aceptaré cuando se la ofrezcan también a todos los campesinos de mi diócesis amenazados de muerte como yo”, dijo.
“El Espíritu Santo tiene dos alas y a la Iglesia le gusta más recortarle la izquierda”
El Vaticano le convocó en 1988 para que diese explicaciones por tanta cercanía a la teología de la liberación y para que visitase al Papa Juan Pablo II, como debería haber hecho una vez cada cinco años según el Código de Derecho Canónico. Se plantó en camisa, sin anillo y con un collar indio al cuello. Aclaró al Pontífice: “Estoy dispuesto a dar mi vida por [San] Pedro [fundador de la Iglesia Católica], pero por el Vaticano es otra cosa”. Al salir de la reunión, ofreció un resumen a la prensa: “Me escuchó y no me echó un rapapolvos. Podría haberlo hecho, como nosotros podemos echárselo a él”. Y matizó: “El Espíritu Santo tiene dos alas y a la Iglesia le gusta más recortarle la izquierda”.
En 2003, Casaldáliga cumplió 75 años, edad a partir de la cual se puede jubilar un obispo. El Vaticano le relevó de inmediato. “Si el obispo que me suceda desea seguir nuestro trabajo de entrega a los más pobres podría quedarme con él como sacerdote; de lo contrario buscaré otro lugar donde poder acabar mis días al lado de los más olvidados”, insistió entonces. Si las prisas se debían a que fue fácil encontrarle reemplazo, no dieron ninguna indicación de ello. No volvieron a manifestarse hasta enero de 2005, cuando anunciaron que ya tenían reemplazo y que Casaldáliga debía abandonar la diócesis. Él se negó y se quedó trabajando, con su reemplazo y luego con el siguiente.
Pedro Casaldáliga cumple 90 años en la casa de siempre y en el municipio de siempre pero lo demás no es lo de siempre. Araguaia se ha convertido, entre escándalos políticos, en una de las principales plantaciones de soja del Mato Grosso: es decir, las tierras de los indígenas y los campesinos están en manos de las grandes multinacionales agrícolas y de sus productos químicos. Quizá no se pueda hacer nada contra eso. Casaldáliga ha perdido esa batalla. Pero cuando uno ha entregado su vida entera a la lucha, ganar o perder es lo secundario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario