Mostrando entradas con la etiqueta Ética. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ética. Mostrar todas las entradas

miércoles, 15 de abril de 2020

Estado de alarma y derechos fundamentales

Han transcurrido 28 días desde la declaración del estado de alarma. 28 días confinados en casa bajo una especie de pena de localización permanente. 28 días de vigencia de un estado de alarma donde la suspensión de derechos fundamentales hubiera exigido la declaración de un estado de excepción, más acorde con el marco constitucional. 28 días después seguimos encerrados en casa, sin que nadie nos haya explicado debidamente si esta medida era la más proporcionada a los fines pretendidos – si acaso la más indiscriminada – y sin conocer su concreta duración. En cambio, la imposición de una pena en sentencia exige siempre motivación y la fijación de su duración.
La excepcionalidad de la situación no puede ser nunca óbice para forzar la norma y la suspensión de derechos fundamentales deberá ser siempre acordada conforme al correcto cauce legal, de forma motivada y limitada en el tiempo. Recordemos lo que dice la norma (art. 11.a) de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio), que permite “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”.
No obstante, parece meridianamente claro que algunos de estos derechos no se encuentran limitados, sino directamente suspendidos, como sucede por ejemplo con el derecho de circulación por el territorio nacional - son tan fuertes las restricciones que se ha desnaturalizado por completo el contenido esencial del derecho -, los derechos de reunion y manifestación o también el derecho al trabajo y la libertad de empresa.

Por eso en estas circunstancias es esencial asegurar la operatividad del Estado de derecho, en la medida que todo poder exige tener sus debidos contrapesos. Un poder que se crea ilimitado correrá siempre el peligro, consciente o inconscientemente, de acabar siendo totalitario. De esta forma cobra más importancia que nunca el control parlamentario al Gobierno; se vuelve más esencial la actividad de los medios de comunicación que aseguran otro derecho también fundamental, como es el de comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión – y no, para eso no es necesaria la creación de ningún “ministerio de la verdad” -; y sigue siendo imprescindible garantizar los derechos de los ciudadanos por medio del Poder Judicial – siempre con las máximas prevenciones sanitarias que sean posibles -, porque, como establece la citada LO 4/1981 en su artículo primero, “la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado”.
Mantener dicha normalidad institucional servirá para garantizar los derechos de todos, pues no olvidemos que las catástrofes – sean humanas o naturales – suelen dinamizar los procesos, y no siempre con resultados satisfactorios. Esperemos que esta desgraciada pandemia no se convierta en excusa para deshacer caminos ya andados.
Pablo Baró es magistrado y presidente de la Asociación Profesional Magistratura Cataluña

miércoles, 31 de julio de 2019

¿Es posible que coexistan la pena de muerte y la democracia?

El caso de Pablo Ibar ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la pena de muerte. Si nos planteáramos constituir un estado democrático y nos tomáramos en serio los derechos humanos, la pena capital no tendría cabida en la organización de nuestra convivencia. Y es que si la democracia significa algo es establecer límites al poder.
A menudo se identifica la democracia con votar, elegir a nuestros líderes y elaborar leyes por medio de nuestros representantes. Y está claro que todo eso también lo es. Pero no se remarca lo suficiente que el ADN de la democracia está precisamente en establecer límites al poder. En las democracias modernas, las y los ciudadanos cedemos el poder al Parlamento para que nuestros representantes organicen la vida colectiva. Así las cosas, a menudo prevalece la norma de la mayoría en cuanto a las decisiones que deben adoptarse. 
Pero no todo debe decidirse así. En una democracia las minorías también deben ser defendidas. Es más: la dignidad de todas y cada una de las personas, la dignidad humana, debe estar en el centro axiológico, y los poderes públicos tienen la obligación de respetar dicha dignidad que no puede ser violada ni por una decisión mayoritaria. Las mayorías no pueden legítimamente decidirlo todo: existen límites.

Legitimar aquello que no se puede legitimar

La pregunta, sin embargo, surge de inmediato: ¿Y en qué casos no se respeta la dignidad? O, desde otro punto de vista, ¿en qué casos no se respeta claramente la dignidad? 
Pongamos ejemplos retóricos: ¿Es legítima la tortura? En el caso del Ticking Bomb, si pudiera averiguarse mediante la tortura en qué lugar exacto se ha colocado una bomba, ¿sería legítimo torturar para salvar la vida de cientos de personas? ¿Es legítima la discriminación por sexo? ¿Puede promulgarse una ley que suprima derechos a las mujeres? ¿Es legítimo el apartheid basado en una jerarquía racista? ¿Hasta qué punto se pueden limitar los derechos de las personas migrantes sin menoscabar su dignidad? ¿Debe tener el Estado capacidad ilimitada para indagar en nuestra intimidad? ¿Puede el Estado negar la eutanasia a un enfermo terminal sin tener en cuenta la decisión de la familia?
La serie de preguntas podría se infinita. La cuestión radica en que la Democracia, a veces, dejando a un lado la norma de la mayoría, debe tener como punto de partida, e incluso como punto final, el valor absoluto de la dignidad, y debe decidir de otra manera. Y a ese respecto, la cultura de los derechos humanos resulta primordial. El valor de la dignidad humana y los derechos humanos van de la mano. Sin duda, eso sucede en el caso simbólico de la pena capital. Veámoslo.

Castigos y costumbres

La organización de la convivencia cuenta con numerosos instrumentos, no sólo jurídicos, para la resolución de conflictos. Tenemos códigos morales, éticos y religiosos, hábitos, costumbres y todo tipo de normas para orientarnos sobre qué hacer y qué no hacer en distintas situaciones de la vida. Además de modelos normativos de actuación, tenemos sanciones y castigos tanto formales como informales: por ejemplo, si somos personas ejemplares, somos recompensados mediante la consideración y alta estima profesada por los demás; de lo contrario, somos sancionados informal pero efectivamente mediante la exclusión social. 
Las sanciones también pueden ser jurídico-formales: multas, restricciones de diversos derechos… y en los casos más graves, penales. La sanción penal es un modo de resolver conflictos, pero solo debe usarse en casos extremos. Y dentro de ella, la pena de prisión es la respuesta más severa, aplicable únicamente en delitos de mayor gravedad.
Delitos de la máxima crueldad como asesinatos o violaciones sexuales, por ejemplo, existen en casi todas las sociedades y son castigados de forma muy severa. La pregunta sin embargo es: ¿Hasta dónde debe llegar ese castigo y su severidad? ¿Hasta qué punto se puede llegar legítimamente en la respuesta a esos delitos? Dentro de una democracia, ¿dónde nos ponemos un límite a nosotros mismos?
Durante la Edad Media la condena a muerte no era la respuesta más severa ante el delito: además existía la tortura. La forma de provocar la muerte podía ser especialmente cruel en función del delito cometido. Existían diferencias en el modo de causar la muerte y a la hora de determinar la severidad del castigo. 
A partir del siglo XVIII, con la llegada de la Ilustración, la crueldad fue disminuyendo paulatinamente, al menos en Occidente, hasta llegar a la desaparición de la pena capital y del castigo físico. Por un lado, por su ineficacia: ese tipo de castigo no resolvía el problema de la delincuencia. Por otro, porque se consideró contraria a la dignidad humana y al respeto universal que merecen todas las personas.

Inadmisibles la tortura y la pena capital

Se dio tal cambio cultural que llegó a considerarse inadmisible la ejecución de personas o la aplicación del castigo físico. La renuncia por parte del Estado a la aplicación de la pena capital, incluso en los casos más graves, fue consecuencia de un cambio de sensibilidad. Porque la capacidad para decidir quién merece vivir y quién no no debe estar a disposición del Estado en una democracia consolidada. Y es que la aplicación de la pena capital implica, en el fondo, la existencia de dos tipos de personas: las que tienen derecho a vivir y las que no lo tienen. Pero precisamente ahí está el límite autoimpuesto: no puede clasificarse a las personas en dos grupos, unas con derecho a la vida y otras sin él. Tomarse en serio la dignidad humana impide cancelar la posibilidad de matar legalmente a ciudadanos o ciudadanas incluso cuando cometen gravísimos crímenes.
La cuestión del límite, por otra parte, no es una mera cuestión ético-filosófica. La experiencia histórica nos enseña que cuando no se respeta ese límite, además del gran sufrimiento que se genera, el Estado acaba por deslizarse hacia el abuso sistemático. 
Basta recordar la reiterada y masiva violación de la dignidad humana por parte del Estado nazi en una suerte de pendiente resbaladiza que acabó en el llamado genocidio o solución final. Y por ello, una vez vencido éste, fueron aprobados la Declaración Universal de los Derechos Humanos(1948) y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950) como articulaciones que entronizaban antes de nada la dignidad humana como piedra de toque. La pena capital no debe, no puede legítimamente, ser una facultad o un poder en manos del Estado democrático. No al menos si no queremos volver a ese gran agujero negro de donde empezamos a salir hace ahora aproximadamente 200 años y revertir los límites que nutren y sostienen la construcción democrática.
Este artículo fue originalmente publicado en euskera en Campusa.