Era muy joven entonces. Amalia Domingo Soler (1835-1909) no tenía ni idea de que los muertos hablaran. El presbítero don Antonio Mazzini le entregó en Cádiz un mensaje que había llegado para ella en una sesión espiritista. Le anunciaba que ella era «una mensajera del progreso» y algo que la alarmó mucho más:
«Por esta vez estarás libre del yugo marital. Tiende sola tu vuelo, que a la sombra de tus alas un día reposarán los afligidos».
La profecía de no encontrar marido azaró a Amalia. Habían muerto sus padres; solo tenía parientes ingratos a los que estorbaba su presencia. Nadie le enseñó un oficio ni le dejaron estudiar una carrera porque sus ojos veían muy mal.
«Yo no le concedía entonces a la mujer vida propia. Para mí, el hombre era el árbitro de los destinos, y sin él, la mujer estaba condenada al ridículo, a ser un juguete en la sociedad, así que tender mis alas y dar sombra a los afligidos era un jeroglífico».
Hasta que Amalia Domingo Soler empezó el estudio del Espiritismo y perdió el interés en casarse.
Difundía los escritos de Allan Kardec, el filósofo que hizo del Espiritismo la doctrina que seguían muchos de los grandes intelectuales europeos de finales del XIX y principios del XX. Escribía en revistas, daba conferencias y en 1879 fundó y empezó a dirigir la publicación que quedaría como referencia espiritista: La luz del porvenir.
La Iglesia Católica rabiaba. No soportaba que le quitaran el control de las comunicaciones entre el mundo invisible y el terrenal. Saltarse a sus teleoperadores (los curas), hacía irrelevante a la institución. ¡Entraron en furia! ¡Atacaron a los espiritistas! ¡Pidieron la suspensión de sus publicaciones! Pero lo único que consiguió aquel fuego fue dar más luz a la doctrina que Amalia, la voz española más respetada de los espiritistas, describía así:
«El Espiritismo ha venido a llenar un gran vacío en el siglo XIX, cuando el indiferentismo amenazaba con invadir a las masas, cuando el ateísmo se acurrucaba dentro de los gabinetes de física y química. Ha venido una preciosa flor, que con su prenetrante aroma da esperanza al triste, regeneración al desgraciado, fuerzas al débil y voluntad al fuerte para seguir con su glorioso paso las escabrosidades del camino de la vida».
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