martes, 29 de octubre de 2019

Todos somos emos en el infierno: cuando desafiar a Dios con un piercing te cuesta la vida

Seguidores del clérigo Muqtada al-Sadr (en la imagen que sostiene un joven) en Bagdad, 2017. Fotografía: Alaa Al-Marjani / Cordon Press.
Era febrero de 2012 y hacía ya años que Bagdad había dejado de existir. Daba igual que ese último coche bomba en Karrada Inn —una de las calles más comerciales de la ciudad— se hubiera llevado a otro puñado de desgraciados por delante aquella misma mañana. Ocurría demasiado a menudo, tanto que uno no sabía si se trataba de la misma noticia repetida. Aunque en «breves», la prensa reaccionó levemente con aquellos veinte coches bomba en un mismo día de febrero: se podían ver las columnas de humo elevándose hacia el cielo aquí y allá entre el escombro de la capital, aunque la mayoría de las veces fueran chavales quemando neumáticos, o gente del barrio gestionando su basura. En plena faena incendiaria, un hombre empapado en sudor decía que lo hacía para evitar que los pastores de Bagdad —han leído bien— llevaran sus rebaños al barrio; las cabras rompían las bolsas buscando comida y esparcían aún más la mierda. 
Kilómetros de muros de hormigón que convertían distritos enteros en prisiones a cielo abierto no evitaban las ejecuciones de chiitas en barrios sunitas, y viceversa. Tampoco las bombas en las iglesias, o los asesinatos de los seguidores de san Juan Bautista —los mandeos—. Y ya hemos comentado que los coches bomba seguían campando a sus anchas. El imaginario del horror en Bagdad parecía completo, por lo que la noticia pilló al mundo por sorpresa: había una campaña para matar a homosexuales y, decían, emos. Pronto descubriríamos que una camiseta ajustada o una discreta cresta de gomina podían firmar sendas sentencias de muerte. 
Alguien acuñó el genérico «inconformistas» para referirse a las víctimas; a los que estaban a punto de serlo se les encontraba a través de amigos de amigos. Había que insistir en que ni tenían que dar su nombre real ni dejarse fotografiar para poder conocerlos en persona. Ruby, un homosexual de veintiséis años que maldecía el día en el que se hizo agujerear la oreja, contaba que a Saif Asmar, un amigo suyo, le habían reventado la cabeza con un bloque de cemento. «Te ponen de rodillas y te hacen morder el borde de un banco para que no te muevas antes del impacto», soltó, mientras buscaba fotos de Saif antes y después de aquello. En la de su cadáver, sacada en la trasera de la camioneta que lo retiró, resultaba irreconocible.
«Llevar pendientes, anillos en la nariz o tatuajes es sinónimo de ser homosexual, de adorar al diablo, de ambas cosas a la vez, o de cualquier cosa: da igual. ¿Crees que esta gente diferencia un emo, un punki o un metalhead?», decía Ruby. Hacía casi un mes desde que se había ido de casa de sus padres, justo cuando un amigo le dijo que había visto su nombre en una lista junto con los de otros treinta y tres individuos; todos localizados bajo los números de los bloques de viviendas en los que vivían. A Ruby le habían mandado una foto de la misiva, por si no se lo creía.
«De no deponer vuestra actitud licenciosa en cuatro días, el castigo divino llegará de la mano de los combatientes de Dios», se podía leer entre dos pistolas y muchas faltas de ortografía.
A finales de enero, el Ministerio del Interior iraquí había emitido un comunicado en el que se calificaba al movimiento emo de «satánico», a la vez que se anunciaba la creación de un cuerpo especial de la policía «para combatir dicho fenómeno». Sin embargo, Ruby apuntaba a una conocida milicia tras aquella oleada de atentados.
«Todos sabemos que son los hombres de Al-Sadr», sentenció el chaval. En el Irak post-Saddam casi todos los caminos llevan hasta este carismático clérigo chiita que ya se había convertido en una de las principales figuras políticas del país mucho antes de cumplir los cuarenta. Desde la invasión de Irak en 2003, nadie ha manejado los tiempos con tanta precisión como Muqtada al-Sadr: basta un puñetazo sobre la mesa para que este hombre con estudios de ayatolá en Irán movilice a su gente y ponga en jaque al país. Lo ha hecho a menudo durante la última década.
«El nuestro es un Gobierno que extiende sus tentáculos a través de milicias», dijo Ruby al final de la entrevista. La solución, insistía el chaval, pasaba por que Occidente presionara a Bagdad para que acabara con aquella pesadilla. Probablemente nunca lleguemos a saber por qué aquella ola de asesinatos se interrumpió en otoño de aquel mismo año. Las cifras de muertos iban desde los seis a los que apuntaba el Ministerio del Interior a los cincuenta y ocho que una fuente de dicha institución filtró a Associated PressSea como fuere, la juventud que también había tomado la plaza Tahrir —la de Bagdad— justo un año antes ya había recibido una nueva dosis de miedo en vena.
Satanismo
Los ataques contra jóvenes en países islámicos por sus gustos musicales no eran ni nuevos ni endémicos en Irak. La caterva de regímenes despóticos y el bucle de la guerra que los sustituye por otros nuevos convierten a Oriente Medio en un nicho ideal para las manifestaciones más «extremas» de heavy metalhip hop, punk, hardcore o todo lo que ayude a los más jóvenes a canalizar su frustración y su ira. Si la mala hostia rebosa en la escena musical marroquí o tunecina, es fácil imaginar cómo será en un país sumido en el desastre como Irak. Y aquella oleada de atentados solo echaba más leña al fuego: a los muertos por bloque de hormigón se les sumaban los quemados con ácido, o los que corrían en llamas tras ser rociados con gasolina; los que eran desmembrados mientras seguían con vida, o los que morían envenenados tras cosérseles el ano antes de ser obligados a ingerir grandes cantidades de comida y diuréticos. Se decía que aquellos niveles de crueldad respondían a una fetua —ley islámica— promulgada cuatro años antes que ordenaba, literalmente, que los homosexuales fueran ejecutados «de la forma más severa». El estado en el que aparecían los cadáveres era el testimonio más elocuente de aquella brutalidad
«Nada más verlos sabemos que se trata de jóvenes homosexuales, emos… llámelos como quiera», decía aquel médico del hospital de Jadimiya, al noreste de la capital. Sus testimonios eran corroborados por la gente de la Organización para la Libertad de las Mujeres en Irak, una ONG cuyas dependencias al sureste de Bagdad ofrecían refugio a más de una víctima potencial. En el caso de Madi no había sido una lista colgada en una pared, sino un correo electrónico, lo que había provocado su huida. Alguien a quien no conocía la amenazaba con contar a su familia que era lesbiana si no abandonaba el país «inmediatamente». Aquella chavala de veintiséis años tenía razones para estar asustada.
«Muchas lesbianas mueren en Irak a manos de sus hermanos mayores. Es un insulto a la familia que se castiga con un “crimen de honor” más; una especie de “asunto domestico” sobre el que el Gobierno nunca lleva a cabo ninguna investigación», explicaba Madi hablando a cámara a contraluz. Al igual que Ruby, también pidió que distorsionáramos su voz. Decía que se quedaría en la ONG porque no tenía la más mínima opción de escapar: tras dar parte la familia de su desaparición, su nombre y su foto estarían en cada puesto de control de la capital. Y en Bagdad hay cientos.
Tras aquella entrevista, Dalal Jumma, vicepresidenta de la ONG, culpaba a la inexistente separación entre Estado y religión en el Irak post-Saddam. «Es de locos: acusan a cualquier chaval con un piercing o una calavera en una camiseta de satanismo por haber participado en el martirio del imán Husein (santón chiita muerto en el siglo VII)». Para entonces, Iraqi LGBT —una ONG con sede en Londres— había denunciado ya la muerte de más de setecientos gais a manos de milicias en tan solo seis años. Madi, que decía haber perdido a muchos amigos cercanos, tampoco dudaba a la hora de señalar a Al-Sadr.
«Escoria sobre la Tierra»
Como era previsible, desde la oficina del partido del clérigo en el distrito de Ciudad Sáder negaban cualquier vínculo con los asesinatos matizando que «toda conducta inmoral y contraria a la religión» había de ser investigada convenientemente. Según decían, el hecho de que su líder, Muqtada al-Sadr, hubiera calificado públicamente a emos y homosexuales de «escoria sobre la tierra» no implicaba que su partido estuviera detrás de la cadena de asesinatos. Pero tras los muros de la zona verde —complejo en el centro de la capital que alberga las principales instituciones iraquíes— se hacía otra lectura. Ashwaq Jaf, parlamentaria de la Alianza Kurda, aseguraba que el problema de fondo era que el país estaba sujeto a dos códigos penales: la Constitución iraquí por un lado y la sharía —compendio de leyes islámicas— por el otro. Las continuas contradicciones entre ambas derivaban en vacíos legales y, por consiguiente, en el desamparo de las víctimas.
Aún hoy sigue siendo así, como lo es también el estigma al que hacía mención Saad al-Muttabili, alto representante político del partido en el poder: «En Irak es un crimen ser homosexual, tanto moral como legalmente; no es más que un fiel reflejo de nuestra sociedad», admitía aquel antiguo disidente con años de exilio en Londres a sus espaldas. Responsabilizaba de la oleada de crímenes a «milicias sunitas cercanas a Al Qaeda o a milicias iraníes», sin hacer mención alguna a las de Al-Sadr. Conviene subrayar que su partido debía su segundo mandato a la mayoría conseguida tras la coalición con el partido del clérigo.
«Afortunadamente, la situación se va normalizando progresivamente y cada vez resulta más fácil ver a parejas de chicos caminar de la mano por la calle», quitaba hierro al asunto Al-Muttabili. Conviene subrayar también que dos hombres caminando de la mano es una imagen absolutamente familiar en todo el mundo árabe y en ningún caso asociada a una conducta homosexual. 
Mientras esperaban la llegada del siguiente coche bomba, la mayoría de los tenderos de Karrada Inn habían retirado ya anillos con calaveras, las icónicas camisetas de Motörhead, así como cualquier otro objeto, emo o no, que pudiera desencadenar la ira de Dios. 

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